Cuando desperté me encontraba en una jaima, solo, confuso y aturdido. Sin fuerzas para moverme y sin apenas aliento para recordar qué hacía allí y ni como había llegado. Solo recordaba a alguien mojándome la cabeza y dándome de beber y el vaivén del camello (que aún parecía llevarme con él, aún sentía todo subiendo y bajando ritmicamente, al compás de una extraña canción). Igual me habían drogado, solo recordaba haber iniciado un viaje, la necesidad de recuperar algo que era mío, la inmensidad del desierto. Si, algo tan duro, inabordable, intangible e invulnerable como un desierto no se podía olvidar a la ligera. El dios inmortal de la lengua de fuego y el cuerpo de arena me había castigado por mi osadía. Solo sabía que sin lo que me habían arrebatado prefería morir, y sin nada que perder me adentré en aquel infierno.
miércoles, 29 de diciembre de 2010
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