Los veinte tarados de la tarantela habían acabado hasta el moño de su baile cósmico. No habían parado de bailar en toda su vida, en la firme creencia de que si lo hacían se acabaría el mundo. Los Napolitanos ya estaban acostumbrados a verlos, así que no hacían preguntas. Tampoco sabían muy bien cómo es que sobrevivían bailando durante toda su vida y cómo se reproducían, pues nadie recordaba nunca haberlos visto haciendo otra cosa. Lo que si sabían bien es que no acababan locos de tanto bailar porque ya lo estaban. De otro modo no se explicaba. Había una teoría que decía que cuando alguien acababa loco con un cierto tipo de locura, salía bailando de su casa y terminaba formando parte de los tarados. La teoría se veía respaldada cuando observabas bien el cuerpo de baile: había como no podía ser de otro modo gente vestida con trajes típicos (aunque el traje de sevillana no fuera muy típico de Nápoles, y tampoco los kilts, pero eran completamente típicos) aunque también habían personas con tutús rosas, algunas con muchos velos, otras con más bien pocos y prendas de rejilla, hiphoperos, hippies, heavys, hipsters y demás cosas que compienzan por h, gente haciendo el robocop y un imitador de Fred Astaire. En resumen, no habían tres personas vestidas iguales ni bailando del mismo modo, aunque tras los primeros tres días en el grupo al final terminaban integrándose un poco y cogiéndole el ritmillo a la cosa y hasta el heavy más recalcitrante terminaba tocando la pandereta. Así llevaban siglos y siglos bailando hasta la muerte, hasta que un día a todos se les había pasado las ganas de bailar de repente. Y ahora se encontraban allí, como si fuera una reunión de alcohólicos anónimos, sorprendidos unos de otros, completamente molidos y derruídos de años y años de bailar sin parar sin comer, cagar o dormir, como si salieran de algún tipo de sueño o más concretamente como si despertaran de un pedo enorme y no supieran muy bien dónde estaban y con quién habían pasado la noche y un malestar general de dimensiones cósmicas. Si bien todos tenían la sensación de que el mundo se iba a acabar, el sentimiento personal de cada uno se resumía más en un me quiero morir. Como la resaca, oiga, pero peor.
En otro rincón de la tierra, en cierta estepa, cincuenta personas enfadadas con el mundo daban lustre a sus garrotes. Ya estaba bien de tanta tontería. Se habían puesto en marcha y quien quiera que fuese el que estaba haciendo que las cosas se estuvieran yendo al garete se iba a cagar.
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