Cuando todo parezca gris oscuro y triste, viento solitario y frío cortante, vacías aceras y luz vacilante en una noche desgraciada. Cuando todo el mundo mire al suelo con rabia y desespero evitando mirar a los demás y no sepan ver que la culpa no la tiene nadie y que hay cosas que pasan y no se pueden evitar y que no separan los odios sino que unen las tristezas. Cuando las despedidas se hacen más duras porque son para siempre. Cuando un ser querido no solo por tener la misma sangre, sino por haberse ganado el derecho de ser recordado más allá de por su familia y amigos. Son momentos duros y difíciles de asimilar y no se debe confundir ni mezclar los sentimientos, ni proyectarlos injustamente sobre los demás o sobre uno mismo. Quizá esta sea la parte más dura: el vacío. Ese vacío que intentamos rellenar desahogándonos de algún modo y que nos consume las energías durante un tiempo, hasta que nos vamos reconciliando con nosotros mismos. Ese proceso de autoperdonarse por cosas de las que no tenemos culpa pero de las que nos sentimos culpables sin saber muy bien por qué. Ese tiempo en el cual vamos recuperándonos a nosotros mismos y en el que aprendemos a salir adelante. Esos momentos en los que sin dejar de atesorar los mejores recuerdos pasados, decidimos volver al presente. Lo más duro es seguir, pero no es sano quedarse.
jueves, 7 de julio de 2011
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