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John Whiteman era un hombre negro. Tenía un nombre blanco, de ascendencia blanca, en un país en cuya bandera de barras rojo sangre sobre fondo blanco refulgían estrellas blancas sobre un mar azul. Tenía un trabajo de blanco: alto ejecutivo, un coche de lujo blanco que aparcaba en el parking de un gran edificio blanco; tenía una secretaria blanca de piel tersa e inmaculada blancura, con uñas pintadas de negro que le conferían una cierta apariencia siniestra, pero que ejercía bien su trabajo de coger los teléfonos de otra gente blanca y contestarles que él estaba reunido con más gente blanca. Por las mañanas le arreglaba y colocaba su corbata negra, color que contrastaba más con su traje blanco de línea italiana, un país blanco en un continente blanco pero curiosamente el traje estaba hecho en un país rojo con gente amarilla. Tenía una mujer blanca, unos hijos asombrosamente blancos, vecinos blancos, vivía en una casa blanca (y para ser sinceros, aunque se suponía que su compañía era neutral, por propio interés trabajaban para la casa blanca). Pero algo le hacía sentirse fuera de sitio. Quizá el que cada vez que encendiera la tele viera que el mundo cada vez estaba más negro.